DE ESOS QUE HAY
En el barrio, aunque sea de vista, todos nos conocíamos. Carlos García, ¨ el coreano”, tenia una almacén en la esquina de mi cuadra. Pocos clientes acudían en busca de alimentos, pero su economía se mantenía con la venta de bonsáis y de marihuana casera.
Uno de sus mejores clientes era Wenceslao Bunge que vivía casa de por medio, gordo y simpático, portador de una mueca que simulaba una sonrisa constante, un tipo muy particular, como casi todos en el barrio, se definía como un poeta popular, a decir verdad su arte consistía en escribir canciones de aliento a Racing el club de sus amores). Se mantenía gracias a una renta que, proviniendo de su madre ya muerta, él siguió cobrando. Se lo pasaba de vago todo el día, entrada la noche se despedía del coreano y se iba a la casa de Hugo a cenar, ritual que se repetía a menudo.
Hugo era un gran cocinero y a pesar de sus cuarenta y cinco años seguía siendo hábil ratero además de amante ocasional de las panaderas de la zona. Mientras Wenceslao preparaba para fumar, Hugo se encargaba de la cena. Comían, bebían, fumaban, mas tarde Wenceslao a dormir y Hugo a robar.
Frente a la casa de Hugo, más o menos a mitad de cuadra, se levanta imponente la iglesia protestante. Detrás, como escondida en medio de un extenso terreno, la residencia del predicador. Este era de origen Alemán, de unos sesenta años, de casi dos metros de alto y un carácter muy áspero. Tenia por hobby la cría de perros de pelea, su mirada hacia temblar a los pecadores y dudar a los fieles. Todos concurrían a la misa del domingo pues de lo contrario se le debía una explicación en persona.
Un lugar de reunión más concurrido era el bar del “dinamarqués”, apodo por demás curioso para un peruano bien morocho y bajito.
En el bar se debatían todo tipo de asuntos, desde inmobiliarios, de carácter social y hasta temas de índole privada. Se hizo famoso por la atracción artística de un ventrílocuo llamado franco, quien con ayuda de una media que se ponía en la mano, caracterizaba a un personaje de nombre Moncho, ellos actuaban allí por una cuestión de confianza. Era cierto que el bar nos juntaba pero fue otra cosa la que nos unió, un objetivo compartido.
Muchos de los asiduos al bar no me apreciaban y otros tanto, debido a sus prejuicios, directamente me odiaban. Mi nombre verdadero es Ernesto Escapulario, pero me conocían todos como Shiselle. Fui el primer travestí de la ciudad.
Mi madre llegó en un barco repleto de inmigrantes Italianos, no paró de trabajar en ningún momento, pasó por todos los camarotes, desde el del capitán hasta el último de los tripulantes, quienes más quienes menos todos pagaron por sus servicios. Era una mujer bonita y emprendedora. Cuando arribó a la ciudad no tardó en instalar, con un grupo de chicas, el primer cabaret que conocieron esas calles. Al tiempo muere enferma de sífilis y yo siendo joven e inexperto, además de marica, lo perdí casi todo.
Quien jugó un papel fundamental en mí vida fue Manuel Gutiérrez o mejor dicho su fantasma. Manuel había vivido otros tiempos, era contrabandista, traficante, ladrón y mercenario entre otros oficios igualmente ilegales. Fue el primer dueño del bar del dinamarqués, allí mismo lo acecinaron y desde entonces deambula borracho entre las sillas y mesas.
Todo empezó una mañana cuando fui a visitar a mi mejor amiga Carlota. Ella trabajaba en la municipalidad pero su pasión era adivinar el futuro.
A pesar de no ver muy bien el porvenir lo terminaba de aclarar con algunos toques personales para que fuera más estimulante. Clota me recibió en su casa mientras desayunaba, ya había decidido faltar al trabajo echando mano al ramillete de mentiras con las que solía excusarse. Me senté a compartir el café con leche sin disimular lo aburrida y triste que me sentía. Estaba agobiada por las pesadillas, la angustia y esa fiebre que los médicos nunca pudieron calmar.
Insistió en hacerme una tirada, trajo el mazo, mezcló tres veces y me indicó cortar con la mano izquierda. Como siempre esperé escuchar el rosario de cosas buenas por venir al que me tenía acostumbrada pero que mi realidad insistía
Mis sueños eran tan grandes como la soledad en que me dejaban la mayoría de los hombres que conocí. Y mis ingresos tan estrechos como la casa que me dejó mi madre. Pero esta vez la cosa pareció pintar algo distinto. Al dar vuelta las cartas me miró fijamente y casi asustada me anunció que este era el día en que se me impartirían los detalles de una acción que cambiaría mi vida y la de otros seres cercanos. En el silencio que siguió a tal intriga comprendí que Clota necesitaba descansar de semejante trance y me fui un tanto confundida. Me animaba la idea de que finalmente o estaría por llegar el hombre de mi vida, me sacaría la lotería o haría un viaje a la aventura.
Regresé al bar y me senté en una de las mesas junto a la ventana. En eso se acerca Manuel Gutiérrez, su fantasma, y me pide permiso para sentarse, inesperadamente sobrio. –Bueno- le dije y al instante se puso a contar cosas de su pasado mientras yo me distraía mirando el afuera. Tras un silencio me disparó la idea de que sólo yo podría liberarlo de su condena fantasmal. El asunto que lo mantenía en esa fase tenía solución y esa oportunidad estaba en mis manos. Se trataba de un robo que le llevó mucho tiempo pergeñar y que no logró concretar porque una semana antes del atraco lo asesinaron en un ajuste de cuentas. En el tiempo transcurrido desde su muerte, Manuel continuó planeando el atraco pero para concretarlo y así liberarse de su sufrimiento se necesitaba a un grupo de personas. Yo era la elegida para reunir al grupo que incluiría a la Clota, al predicador, a Carlos García, a Wenceslao Bunge, a Hugo, el dinamarqués y Franco, por supuesto con Moncho.
El fantasma de Gutiérrez siguió trabajando en los detalles. En otros tiempos, más allá de su anterior vida terrenal, la ciudad había sido una especie de Fuerte que servía para la conquista de estas tierras sólo pobladas por indios rebeldes. De aquella época quedaron olvidados una serie de túneles que comunicaban a la Iglesia con la Municipalidad, con el cuartel de Policía y con el Banco Central. La cuestión es que ya nadie lo recordaba y eso era fundamental.
Aún con la emoción que provocaron las visiones y augurios de la Clota me dedique entusiasmada a convencer a los integrantes del grupo. Los primeros fueron Wenceslao y Hugo quienes por su oficio aceptaron al instante. Franco comenzó a hablar y a discutir con la media hasta que por fin ambos aceptaron. El dinamarqués, a quien sólo le interesaba que Gutiérrez descansara en paz y lejos del bar, se nos unió inmediatamente. Al predicador no se lo propuse, directamente lo amenacé con delatar su pasada relación con los nazis entrados clandestinamente al país, además de conocer que nunca hubiera estado en monasterio alguno. Esta información, que sólo un travesti puede tener, lo convirtió en uno más del grupo. Carlos “el coreano” se puso tan contento que aceptó como si lo hubiera estado esperando toda su vida.
El único riesgo o acaso una molestia era el subcomisario Pancho ya que con su locura podría depararnos algún inconveniente. Pancho o Reinaldo Camacho, tal su verdadero nombre, era tan obeso como inútil. El puesto se lo debía al Intendente de la ciudad que estaba casado con su hermana. Pancho tenía la costumbre casi enfermiza de ver películas de espías. Todas las tardes después del bar y antes de entrar al servicio, miraba no menos de dos películas en el cine de la Biblioteca. Al salir era inevitable que se sintiese el protagonista de alguno de los filmes, de tal forma que siempre tenía una cara diferente. Con gestos extraños, estaba al acecho de algún sospechoso que sólo existía en su afiebrada mente. Era común verlo agachado detrás de alguna pared como esperando el momento de atrapar al terrible malhechor que lo volviera famoso. En realidad, nunca sucedía nada y Pancho sólo estaba cada día más obeso y paranoico.
Estando todos avisados comenzaron las reuniones en el bar. Se ajustaron detalles y todos opinaron hasta que se puso fecha definitiva para el atraco.
Siempre con la mirada de Pancho sobre nuestras espaldas llegó el día previsto. Junte mis ahorros, los de Wenceslao y de Hugo y los tres nos fuimos al banco. Pedimos hablar con el gerente. Aunque un travesti y dos reconocidos ladrones queriendo realizar un depósito no parecía una situación para tomar en serio, fuimos efectivamente atendidos. Pedimos ver las cajas de seguridad y verificar si reunían las condiciones para dejar allí nuestro dinero.
Mientras tanto, Reinaldo en el bar miraba hacia todos lados y no avistaba a ninguno de sus sospechosos preferidos. Intrigado e insatisfecho y sin que nadie lo viese pasó por detrás del mostrador y se coló hasta la habitación del dinamarqués. En la pieza, sólo había una mesa pequeña y destartalada con unos mapas sobre ella. El gordo alcanzó a ver que se trataba de un plano del banco con una fecha garabateada en el margen. Eso le bastó para correr al salón del bar, confirmar que faltaban varios de los parroquianos acostumbrados, incluyendo el mismo dinamarqués. Su delirante imaginación especuló sin más trámite lo que estaba ocurriendo. Llamó a un grupo de policías y marcharon al banco. Presurosos, pidieron ver al gerente que en ese momento estaba mostrando la bóveda a unos nuevos clientes.
Mientras esto sucedía, en el otro extremo de la ciudad el dinamarqués y el resto del grupo se movilizaba por los túneles desde la Parroquia hasta el subsuelo de la Municipalidad. La Clota se ocupó de dejarles apagada la alarma de la bóveda común y por allí ingresaron. Se cargaron dos bolsos cada uno y al retirarse la alarma quedó activada nuevamente.
En el banco la cosa se había puesto difícil. Al salir de la bóveda, Reinaldo y el grupo de policías nos esperaban apuntando con sus armas. Inmediatamente Pancho comprendió el error y trató de disimularlo aduciendo un malentendido. Finalmente se retiraron con vergüenza y con mayores sospechas.
En el sótano de la Iglesia nos encontramos. EL predicador nos reunió para definir los pasos a seguir. Pero los planes eran otros. Nos apunto con un arma que tenía escondida debajo de un banco de carpintería, nos arrebató el oro alegando que era de su propiedad ya que ese fue el pago que le hicieron los nazis, quienes al igual que él, llegaban escapando de la guerra. Nos dijo que ese oro tendría por destino la reorganización del partido.
Allí no terminaron las sorpresas. Otro que estaba armado era el ventrílocuo quien resultó ser un ex agente del Servicio de Inteligencia. Nos confeso que tras comprobar sus jefes que la investigación sobre el oro no avanzaba fue suspendido, no obstante él siguió operando de forma encubierta. Los dos se trenzaron en un forcejeo que derivó en balacera y terminó con ambos en el suelo, muertos y la Clota con graves heridas. Luego de agonizar unos minutos y siendo en vano mis esfuerzos por mantenerla consciente, también murió. Aprovechando la confusión, el dinamarqués desapareció misteriosamente. Quedábamos Wenceslao, Hugo y yo. El silencio que imperaba no tenía comparación. Nos mirábamos unos a otros con desconfianza hasta que alguien sugirió repartir el oro en partes iguales y escapar antes de ser descubiertos por la policía. Decidimos separarnos, Wenceslao y Hugo partieron juntos al Uruguay. Traté de imaginar mi huida pero como en ningún momento pensé que esto podría pasar mis ideas eran mínimas. Tome del suelo los bolsos que me correspondían, miré el cuerpo de la Clota, de la única amiga verdadera que había tenido y con lágrimas en los ojos abandoné el lugar. Partí hacia la estación de trenes, se me ocurrió no sé por qué razón que ese medio sería confiable y seguro para escapar de la ciudad. Al pisar el andén, el olor de las plantas de tilo florecidas en diciembre, me trajo recuerdos navideños de tiempos en que aún mi madre vivía y se juntaban las chicas del cabaret, los muchachos, traían música y todos bailábamos hasta el amanecer. Me pareció haber suspirado.
En el interior del tren alguien me dijo: -¿Quiere que la ayude con los bolsos? dijo
- A mi lado un hombre robusto, morocho, de unos 65 años me observaba. Se los entregué despreocupada como si se tratará de mis cosméticos. El hombre sintió el peso, sonrió y me preguntó si llevaba el cadáver de mi marido ahí dentro. Luego los depósito en el valijero. El destino, que de la misma manera mata con una bala perdida a tu mejor amiga, pone a un atractivo marinero como compañero de asiento en un viaje de día y medio en pleno desierto pampeano. El hombre era agradable, de vinculación fácil. Había sido capitán de Marina hasta recibir la baja que no especifico a que se debió. Más allá de algunas dudas, su conversación me relajó tanto que me quedé dormida por algunas horas. Al amanecer Abelardo Ruth, así se llamaba, me despertó con el desayuno. Con una sonrisa me miró y dijo:
- Si quieres puedes seguir durmiendo-
- No- respondí- está bien, ya dormí suficiente.
- Traje el diario...
- Shiselle- le dije- me llamo Shiselle.
Me ofreció el diario y cuando leí los titulares casi sufro un ataque, una foto del dinamarqués acompañada del siguiente texto “Un arrepentido confiesa haber sido integrante de la banda que robó el oro de la Municipalidad y testigo de los crímenes ocurridos en la Capilla de la ciudad de Tansilud” (Ampliaremos Pág. 3).
Cuando levanté la vista constaté que Abelardo tenía su mirada puesta en mí. Le pedí disculpas y me dirigí a la confitería del tren para así leer los detalles. El dinamarqués había dado la descripción de tres de los implicados, es decir de Wenceslao, Hugo y yo.
El tren iba hasta Chile, el problema era que aún quedaba una parada que sería muy peligrosa. Retorné a mi asiento y al cabo de hora y media el tren se detuvo en un pueblo de nombre San Fermín. Por la ventanilla veo a un grupo de militares armados pertenecientes a la patrulla de frontera quienes ingresaron al tren pidiendo documentos a los viajeros. El pánico me enmudeció, pensé que me daría un ataque. El oficial se dirigió a nosotros y entonces Abelardo me dijo con tono familiar:
- Dale los documentos al oficial, mi amor... Ah! Ya sé... te quedaron en la maleta.
- Sí – respondí, sin poder decir otra cosa.
- ¿Es su esposa? –preguntó el oficial.
- Por supuesto –contestó Abelardo- ¿hay algún inconveniente?
- No señor y mucho menos con la esposa de un ex capitán de marina.
Más tarde comprendí la reacción del oficial ya que el documento de Abelardo debería detallar su foja de servicio. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué salvaría mi vida? Seguramente lo sabría pronto.
Una vez en camino, Abelardo se decidió a hablar.
- Yo también leí el diario y a juzgar por el peso de tus bolsos... además tu cara frente a la portada del diario...
- Pero ¿cuál es la razón para que me ayudes?- le pregunte.
- Por el oro. Mira, tengo un amigo en Bogotá que compra este tipo de cosas, seguramente nos hará un buen precio por él.
En ese instante sospeché el motivo por el cual fue alejado de la Marina. Se había convertido en contrabandista.
L a única suerte de ser travesti es que casi nadie conoce tu verdadero nombre. Para pasar la frontera simplemente recogí mi cabellera, quité el maquillaje del rostro y mostré mis documentos. Al mediodía nos encontrábamos en Santiago de Chile. Le pedí a Abelardo que me llevara a un hotel para descansar, comer algo y planear lo que sería el camino hacia Bogotá. Tomamos una calle lateral a la Estación y a pocos metros encontramos un hotel que elegimos por su apariencia sencilla, ya que el único efectivo que teníamos era el de Abelardo. Al pedir la habitación, éste parecía dudar pero al final pidió una con cama matrimonial. Se me iluminaron los ojos por la emoción. Hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre en una habitación de hotel. Al encender la televisión vi mi cara en la pantalla, con mi verdadero nombre y apellido. Habían atrapado a Wenceslao y a Hugo en el ferry llegando a Uruguay y estaban tras mis pasos. Abelardo me miró fijo y luego dijo que nos encontrábamos en un tremendo aprieto. Esa era la TV chilena por lo tanto ya no sólo me buscaba Camacho sino también la INTERPOL. Los bolsos con el oro descansaban bajo la cama. Estuve encerrada todo el día para evitar que alguien me reconociera. Abelardo me trajo el almuerzo a la habitación, luego la merienda y más tarde la cena.
- A mitad de la noche nos largamos -dijo- tendremos que empeñar un poco del oro para seguir viajando.
Llegada la hora me puse un pañuelo en la cabeza y salimos. Teníamos que deshacernos del oro para viajar livianos y no levantar sospechas, así fue que decidimos enviarlo por tren hasta un pueblo cercano a Bogotá llamado Tres Cruces. El tren tardaría tres días en llegar, nosotros debíamos hacerlo antes por la carretera para recogerlo. Después de dejar los bolsos fuimos a una casa de empeño.
- Quédate afuera –me dijo Abelardo.
El trámite le llevó más de media hora. Me disponía a entrar cuando al fin salió.
- Tenemos que ir al bar de un tal “Macarrón”.
Se trataba de un bodegón que quedaba muy cerca del puerto. Abelardo se acercó a la barra y pidió hablar con el sujeto. Resultó ser un hombre de tez oscura, baja estatura que al moverse demostraba estar rengo de una pierna. Le dijo que estaba ocupado, que lo atendería en un momento. Alguien que oficiaba de mozo nos sirvió una cerveza. Al rato nos dijo que el señor Macarrón nos esperaba en su oficina, quedaba en la parte trasera del bar cruzando a través de un pasillo oscuro y sucio donde descansaban redes de pesca sobre las paredes. Llegamos hasta una puerta, Alguien desde adentro nos abrió e ingresamos y una vez allí comencé a sentir escalofríos como ese lugar fuese una catacumba.
- Buenas noches, soy Macarrón, mucho gusto- dijo y continuó- entiendo que me buscan, quisiera saber por qué.
Abelardo se dispuso a explicarle mientras yo divagaba, me venían a la mente extraños pensamientos. Ese lugar era tan oscuro y este personaje tan educado y servicial no me convencía. Abelardo no terminó de hablar cuando Macarrón lo interrumpió.
- ¿Dónde está el resto del oro?
- ¿Cómo? –preguntó Abelardo.
- Sí, el resto del oro. Usted trajo un trozo de lingote para vender es obvio que tiene más. Con el dinero que yo le puedo dar usted irá más al norte donde le resultará más fácil venderlo y hasta obtendrá un mejor precio.
Abelardo comenzó a echarse para atrás en su silla. Vi que Macarrón abría un cajón y que sobre la mesa había una pequeña espada de esas que se usan para abrir cartas. Cuando Macarrón metió la mano en el cajón alcancé a agarrar la espadita y se la clavé en la mano. Abelardo saltó sobre él quitándole el arma y abrió fuego. En segundos tomamos el dinero que había en el cajón y por una puerta del costado salimos a un callejón que daba a la avenida principal del puerto. Vimos que pasaba un colectivo de línea y lo tomamos. Abelardo estaba muy tenso y me miró de manera tan siniestra que me asustó.
- ¡Todo es culpa tuya!- dijo- Pero bueno tengo algo de dinero, con esto puedo alquilar un coche, llegar a tiempo a Tres Cruces y retirar el oro. Ya no te necesito, entiendes lo que significa eso, ¿no?
Los ojos se me llenaron de lágrimas, él comenzó a reír.
- No habrás creído que iba a compartir el oro con vos, con alguien que ni siquiera es una verdadera mujer sino un degenerado disfrazado de mujer, seguro hasta pensaste que te tenía algún aprecio.
- Por favor no me hablés así- le pedí.
Comencé a sentir furia y un sentimiento de odio tan grande que en un momento y casi sin darme cuenta me encontraba sobre él dándole golpes entre las piernas y el rostro. Le pasé por encima y corrí hacia la puerta del colectivo, salté al pavimento y observé como éste se alejaba hasta que le perdía el rastro. Tenía que pensar rápido, no iba a permitir que el desgraciado robara mi oro, el oro por el cual mi mejor amiga había dado su vida. Avanzaba por una zona de escasa luz, sólo iluminada por unas pocas farolas en el medio de la calle. Sabía que en la situación en que me encontraba debía actuar pronto porque de otra manera la policía daría conmigo. Lo que estaba viviendo parecía una película y lo más extraño era que me gustaba, como si correr peligro por una gran recompensa fuera lo que siempre había esperado. Mi anterior vida era tan aburrida, cada día igual al anterior, sin desafíos, conviviendo con la soledad que viene muy de adentro. La sensación de vivir en riesgo le da valor a lo simple y en lugar de encontrarme aterrada solo pensaba en la forma de recuperar el oro. El miedo se transformó en seguridad y empecé a ver las cosas con claridad. Lo primero que debía hacer era obtener algún dinero para el viaje a Tres Cruces.
De pronto estacionó un automóvil y bajó un hombre, seguido por quien tal vez fuera su mujer, discutiendo a gritos. No me dejaban pensar. Cuando la discusión se puso peor y se fueron alejando del coche vi la oportunidad y me escurrí como una serpiente hacia el interior. Las llaves estaban puestas así que no tuve más que encender el motor y acelerar a fondo. A unas pocas cuadras de allí se encontraba la ruta y tras consultar con unos viajeros me puse en camino. El tanque de combustible estaba casi lleno, la ruta desierta y me entretenía ver pasar los kilómetros. El paisaje era desolador y el calor me ahogaba, por momentos se me nublaba la vista. Comencé a sentirme mal. Vi al costado del camino a una mujer que me resultó conocida pero debido a la velocidad que llevaba no alcancé a identificar. Unos kilómetros más adelante, la misma mujer al costado del camino y ahora sí reconocí su cara. Era la Clota o mejor dicho, su fantasma.
Detuve el auto como pude, sentía arder mi frente por la fiebre. Quizás lo que veía era una alucinación. Así pensé, pero al acercarme y comunicarme con ella constaté que lo que estaba pasando era real. Subió al coche y estando yo a punto de perder el conocimiento, junté las últimas fuerzas y conduje hasta un pequeño puente. Ahí nos detuvimos. Me ayudó a bajar y caminamos por el desierto. Arrastraba mis piernas y la Clota me miraba. Me pidió que confiara en ella y luego de avanzar unos metros alcance a ver una cabaña hecha de troncos. Seguía pensando que todo formaba parte de la misma alucinación. Al llegar nos agasajó una anciana ciega quien toma mis manos como un gesto de protección. Comencé a llorar como no recuerdo haberlo hecho en mi vida. Me abrazaba y sus brazos transmitían algo muy especial, era como la suma de varios abrazos, el de mi madre, el de la Clota y hasta tal vez el de mi padre al que jamás conocí y a quién necesité en varias oportunidades. Me transmitió el amor del que careció casi toda mi vida y entonces recién ahí me quedé dormida. Al despertar me sentí recompuesta, la fiebre se había ido y lo más importante no sentía esa soledad que me acompañó incansablemente durante tanto tiempo. Mire a mí alrededor y no vi a nadie, ni a la anciana ni a la Clota. Regresé al coche para continuar mi viaje, en soledad pero acompañada por una agradable sensación. Podría ser un sentimiento de fe o esperanza, de esos que aparecen en tu vida sin motivo aparente pero que sirven para dejar de sentir miedo y ansiedad. Me sentía libre, con esa libertad que proviene de perderle el respeto a la existencia, a las razones para estar vivo. Lo único real era el calor del sol en el desierto, el peligro que acechaba, la soledad que no duele como en la ciudad. La escasa gasolina me volvió a la realidad. No tenía dinero y debía descansar. Pase la noche dentro del vehículo, escondido entre unos arbustos. Busque en la guantera y encontré un mapa que me ayudó a encontrar el rumbo, afortunadamente estaba cerca de tres Cruces, pero tenía que atravesar el río Chimay que hace de límite natural entre países. El puente bordea la ciudad de Temul, el último pueblo que me separaba del oro. El lugar estaba lleno de policías y eso debido a que constituye el único paso para traficar drogas hacia Estados Unidos de América. Sentí pánico de que me reconocieran, pero también un coraje inconsciente. Avanzaba y unos metros antes del puente el auto se detiene, el combustible se había agotado. Al otro extremo se encontraba el puesto de la policía caminera de Temul. Levanté la capota y mientras revisaba inútilmente el cableado divisé una camioneta que ocupaban tres hombres de aspecto desagradable, parecían bolivianos. Al verme se detuvieron, dos de ellos bajaron y se acercaron despertándome temor e inseguridad. El que conducía bajó la ventanilla y me ordenó que subiera a la camioneta. Me negué de inmediato. El chofer me mostró una pistola y me dijo que sería más fácil pasar la frontera con una señorita. Subí y me senté cerca pero me ordenó -¡más cerca, la quiero pegada a mí y si hace un solo movimiento la mato! Mi suerte tenía estos matices, cuando estaba pésimo llegaba algo peor. Ahora me tocaba toparme con traficantes. Acercándonos al puesto me abrazó y a escasa velocidad avanzamos bajo amenaza de no decir nada, y yo de todos modos no tenía nada que decir, y mucho menos a la policía. Se bajó y se dirigió al oficial a quien le mostraba unos papeles. Le entregó una suma de dinero que no alcancé a descifrar a lo que el oficial respondía moviendo negativamente la cabeza. Comenzaron a levantar la voz y de la parte trasera de la camioneta empiezan los disparos. Del puesto salen uniformados a responder la agresión. Me agachó hasta que los disparos ceden. Tomo el volante y acelero atropellando todo lo que estaba a mi paso. Por los gritos constato que el otro delincuente continuaba en la caja de la camioneta y que estaba herido. En el pueblo, el vehículo doblaba para un lado y para otro sin control. El mal viviente golpeaba de lado a lado de la caja. Me asomé y vi que estaba sufriendo. En una maniobra doblamos tan bruscamente que la camioneta volcó. El peruano que estaba en la caja yacía sobre el asfalto sonriendo y gritando -¡por fin chocamos!
De repente un oficial me apunta con su ametralladora y me pide que baje lentamente. Quedaría detenida por sospecha de tráfico de estupefacientes y para averiguación de antecedentes. Me trasladaron a la comisaría, me tomaron los datos y me llevaron a un calabozo. Ahí se encontraban los representantes de la mayor miseria humana, entre ellos un indio que se había escapado de la cárcel donde purgaba una condena perpetua por homicidio agravado por violación. Del resto se traslucía que no tenían autonomía sino que respondían a los caprichos del indio. La iluminación era mínima. Seguían ingresando delincuentes y otros se retiraban. Al rato de estar ahí alguien me toma del brazo y murmura –hace mucho tiempo que no estoy con una mujer o esto que es parecido. Sabía que era el indio. Quizás las mujeres tengamos fantasías del estilo pero esto era diferente. El indio me miraba y sus manos parecían no tener control. Recordé la cara de Abelardo, ese marino mal nacido y cuando encontré el brazo que me lastimaba lo mordí con todas mis fuerzas hasta hacerlo sangrar. Los gritos despertaron a los que dormían pero nadie intervino. Detrás de mí un hombre vestido de manera extraña, era una especie de traje color beige y corbata a rayas.
- ¡Inglés!- dijo el indio- ¡tanto tiempo!
- Si, mucho y esperemos que sea más. Aléjate de esa mujer... señorita, siéntese junto a mí. Este es un lugar peligroso.
Nos quedamos conversando durante toda la noche y me contó historias muy interesantes. Entre las cosas que había hecho se contaban la de falsificador de documentos, de dinero, duplicador de obras de arte, entre otras.
Por la mañana se presenta un oficial y me conduce por un pasillo hasta una reducida oficina. Al ingresar veo a la persona que jamás pensé volver a encontrar, el mismísimo Subcomisario de Tandilud, Pancho Camacho.
- Hola Shiselle, siéntate por favor, no tenemos mucho tiempo así que te pondré al tanto de tu situación. Estoy informado de lo que sucedió con tu nuevo socio en el puerto de Santiago. Sé que al oro lo mandaste por tren pero me falta saber a que lugar. Mi propuesta es esta, yo te saco de acá a cambio del cincuenta por ciento del dinero que obtengas cuando llegues a Bogotá.
- Pancho me tomas por sorpresa, pero veo que no tengo muchas alternativas. Arreglemos pero con una condición. Necesito un favor, hay alguien aquí que está demorado a la espera de que paguen su fianza, le dicen el inglés...
- No –dijo Camacho- he oído hablar de él y no es ningún bebé.
- ¡Por favor! Me ayudó aquí. Además creo que nos puede ser útil.
- Está bien, veré que puedo hacer.
Otra vez en camino, el inglés nos dice que conoce la ruta al pie de la letra.
- Hicieron bien en traerme con ustedes.
- ¡No! -dijo Camacho- vos té quedas en el próximo pueblo.
- Como ustedes digan, pero creo que quizás necesiten de mis habilidades como falsificador.
- Es verdad -le dije a Camacho- es útil en este momento. Si nos ayudas, tendrás tu parte al llegar a destino.
Camacho estaba irritado pero sabía que lo necesitábamos.
- ¿Por qué te encerraron? - le pregunto – escuché que eres muy hábil.
- La verdad es que todos tenemos una debilidad, un lado que no queremos mostrar ni ver. Hay gente que tiene problemas con el sexo, otros sueñan con el éxito. Yo adoro la cocaína... es mi debilidad, me gusta con la merienda, en el desayuno, después de almorzar y cenar. Pero me resulta fundamental a la hora de tener sexo... y sin sexo no hay vida.
Cuando el ingles termino de contar acerca de su vicio pidió pasar por una quinta que estaba cerca y que era de su propiedad. Era amplia, muy lujosa y estaba al pie de una sierra. En el fondo tenia una pileta rodeada de árboles y plantas. Luego de recorrerla pasamos al sótano donde estaba el taller, revolvió unos papeles y saco unas libretas que deduje eran pasaportes.
- Solo faltan las fotos y los sellados –nos dijo.
Mientras hacía el trabajo, me tire en una mecedora al lado de la pileta. Logré tener la mente en blanco, mis piernas se empezaban a relajar hasta que un pensamiento, como un relámpago, me trajo a la realidad. Teníamos sólo cuarenta y ocho horas para llegar a Tres Cruces. Existe un lugar, un paraje desértico, de nombre Livia, donde se dejan el correo y alimentos para unos pocos parroquianos que aun viven allí. Recordé que Abelardo sabía de la existencia del lugar y que siendo hábil nos llevaría una excesiva ventaja. No podríamos llegar a tiempo para detenerlo. Rápidamente regreso a la oficina y les cuento al inglés y a Camacho. Entonces el ingles me mira y dice - la única manera de llegar es volando y yo sé quien nos puede ayudar.
Terminó con los pasaportes y en un pequeño jeep como los de la segunda guerra que sacó del garaje nos dirigimos a lo del “Búho”. Era un sujeto quien además de ser miope era bizco, lo que le lograba un rostro altamente gracioso, había trabajado de fumigador. Le explicamos que era imperioso llegar a Livia en un par de horas. Dijo que no había problemas, eso sí sería costoso. En pocos minutos vimos el planeador que parecía sacado de un museo. Más tarde me entere que el “Búho” había dejado de trabajar hacia aproximadamente treinta años y que no volaba desde ese tiempo. Empezamos a cargar las pocas pertenencias que llevábamos. Voy a avisarle al ingles que ya estábamos en al avión y para mi sorpresa, aunque no fue tanta, el ingles tenia sumergida su nariz dentro de una bolsa de cocaína. Me mira y sonríe - tengo algo de miedo a volar, pero ya se me esta pasando. El desierto, desde el aire, parecía una fotografía. Teníamos muy poco tiempo y el precario avión no estaba en condiciones de volar a más velocidad. Los primeros cuarenta y cinco minutos se llenaron de una charla aburrida sobre películas de westerns entre Camacho y el ingles quien también sentía una gran atracción por el cine. Más tarde, el viaje se torno tenso, se veían las vías del tren y el ingles que no paraba de hablar. Hasta Camacho estaba pálido. El piloto nos miraba por un pequeño espejo que tenia cerca de su cara.
– Estamos llegando a Livia - dijo.
Después de un aterrizaje con mucha suerte, tome un bolso donde estaba la documentación y un arma que había encontrado en la quinta. El calor era abrasador, la ansiedad de ver el oro y el miedo de encontrar a Abelardo aumentaban. Fuimos caminando hacia lo que parecía ser la estación de trenes. Allí esperamos. Todos estaban advertidos sobre Abelardo y por eso mirábamos permanentemente alrededor. A lo lejos empezó a distinguirse el tren que se acercaba, la tensión, nuestra tensión era total. Al detenerse, me acerque al maletero y le expliqué que debía retirar unos bolsos. El guarda me pidió documentos que observó con detenimiento. Afirmó con la cabeza y giró para tomar los bolsos. Al bajarlos siento una explosión y como si me mordieran una parte del trasero. Desde adentro del tren nos estaban disparando. Empiezo a correr y distingo entre la polvareda que “Búho” y Camacho se encontraban en el suelo. No podía mas, mi pierna estaba perdiendo sangre, caigo al suelo y veo que maletero estaba ileso. Abelardo seguía disparando. Entonces aparece el ingles con la nariz blanca y una ametralladora en la mano disparando sin control. Una de las balas despedidas consigue matar a Abelardo y al maletero mientras intentaba huir pero en su locura mata al maquinista, a uno que otro de los pasajeros, a una moza y a dos “caras chatas” que bajaron a orinar. Levante la cabeza cuando cesaron los tiros. Con un enorme esfuerzo me acerque a Camacho que agonizaba y se reía no sé por que razón, quizás era protagonista de una película, esta vez. A su lado el “Búho” yacía en el suelo rematado por todas las balas que se habían disparado. Al girar observo que el ingles cargaba los bolsos y corría a toda velocidad gritándome que le ayudara y lo siguiera hasta el avión.
- Es la única forma de salir de aquí – dijo- El tren esta lleno de testigos de la matanza.
Una vez adentro me indicó que me agarrara con fuerza ya que el despegue sería violento e inseguro. Del motor se desprendían ruidos y humo, daba la sensación de tener piezas sueltas. Me encontré pensando que por milagro estábamos volando. El ingles reía, de repente se pone serio.
- Debemos regresar cariño, me olvide la coca.
- ¡No! –dije.
Y entonces su carcajada
- Era un chiste.
Cruzamos la frontera. No tuvimos mayores problemas para vender el oro. El ingles tomo su parte y se marcho. Cada tanto tengo noticias de él y me cuenta que es un pintor famoso.
Yo me instale en la costa centroamericana y luego de operación en el muslo para extraer la bala aproveche para operarme los senos, hacerme una lipoaspiración y un trasero que se dice es el más elegantes de toda la costa del pacifico. En mi casa de la playa funciona un enorme salón de belleza al que asisten clientes de todo el mundo.
Durante las noches de luna llena camino por la playa y parece que me acompañaran fantasmas... bueno no parece están allí y no necesito contarles quienes son.
Uno de sus mejores clientes era Wenceslao Bunge que vivía casa de por medio, gordo y simpático, portador de una mueca que simulaba una sonrisa constante, un tipo muy particular, como casi todos en el barrio, se definía como un poeta popular, a decir verdad su arte consistía en escribir canciones de aliento a Racing el club de sus amores). Se mantenía gracias a una renta que, proviniendo de su madre ya muerta, él siguió cobrando. Se lo pasaba de vago todo el día, entrada la noche se despedía del coreano y se iba a la casa de Hugo a cenar, ritual que se repetía a menudo.
Hugo era un gran cocinero y a pesar de sus cuarenta y cinco años seguía siendo hábil ratero además de amante ocasional de las panaderas de la zona. Mientras Wenceslao preparaba para fumar, Hugo se encargaba de la cena. Comían, bebían, fumaban, mas tarde Wenceslao a dormir y Hugo a robar.
Frente a la casa de Hugo, más o menos a mitad de cuadra, se levanta imponente la iglesia protestante. Detrás, como escondida en medio de un extenso terreno, la residencia del predicador. Este era de origen Alemán, de unos sesenta años, de casi dos metros de alto y un carácter muy áspero. Tenia por hobby la cría de perros de pelea, su mirada hacia temblar a los pecadores y dudar a los fieles. Todos concurrían a la misa del domingo pues de lo contrario se le debía una explicación en persona.
Un lugar de reunión más concurrido era el bar del “dinamarqués”, apodo por demás curioso para un peruano bien morocho y bajito.
En el bar se debatían todo tipo de asuntos, desde inmobiliarios, de carácter social y hasta temas de índole privada. Se hizo famoso por la atracción artística de un ventrílocuo llamado franco, quien con ayuda de una media que se ponía en la mano, caracterizaba a un personaje de nombre Moncho, ellos actuaban allí por una cuestión de confianza. Era cierto que el bar nos juntaba pero fue otra cosa la que nos unió, un objetivo compartido.
Muchos de los asiduos al bar no me apreciaban y otros tanto, debido a sus prejuicios, directamente me odiaban. Mi nombre verdadero es Ernesto Escapulario, pero me conocían todos como Shiselle. Fui el primer travestí de la ciudad.
Mi madre llegó en un barco repleto de inmigrantes Italianos, no paró de trabajar en ningún momento, pasó por todos los camarotes, desde el del capitán hasta el último de los tripulantes, quienes más quienes menos todos pagaron por sus servicios. Era una mujer bonita y emprendedora. Cuando arribó a la ciudad no tardó en instalar, con un grupo de chicas, el primer cabaret que conocieron esas calles. Al tiempo muere enferma de sífilis y yo siendo joven e inexperto, además de marica, lo perdí casi todo.
Quien jugó un papel fundamental en mí vida fue Manuel Gutiérrez o mejor dicho su fantasma. Manuel había vivido otros tiempos, era contrabandista, traficante, ladrón y mercenario entre otros oficios igualmente ilegales. Fue el primer dueño del bar del dinamarqués, allí mismo lo acecinaron y desde entonces deambula borracho entre las sillas y mesas.
Todo empezó una mañana cuando fui a visitar a mi mejor amiga Carlota. Ella trabajaba en la municipalidad pero su pasión era adivinar el futuro.
A pesar de no ver muy bien el porvenir lo terminaba de aclarar con algunos toques personales para que fuera más estimulante. Clota me recibió en su casa mientras desayunaba, ya había decidido faltar al trabajo echando mano al ramillete de mentiras con las que solía excusarse. Me senté a compartir el café con leche sin disimular lo aburrida y triste que me sentía. Estaba agobiada por las pesadillas, la angustia y esa fiebre que los médicos nunca pudieron calmar.
Insistió en hacerme una tirada, trajo el mazo, mezcló tres veces y me indicó cortar con la mano izquierda. Como siempre esperé escuchar el rosario de cosas buenas por venir al que me tenía acostumbrada pero que mi realidad insistía
Mis sueños eran tan grandes como la soledad en que me dejaban la mayoría de los hombres que conocí. Y mis ingresos tan estrechos como la casa que me dejó mi madre. Pero esta vez la cosa pareció pintar algo distinto. Al dar vuelta las cartas me miró fijamente y casi asustada me anunció que este era el día en que se me impartirían los detalles de una acción que cambiaría mi vida y la de otros seres cercanos. En el silencio que siguió a tal intriga comprendí que Clota necesitaba descansar de semejante trance y me fui un tanto confundida. Me animaba la idea de que finalmente o estaría por llegar el hombre de mi vida, me sacaría la lotería o haría un viaje a la aventura.
Regresé al bar y me senté en una de las mesas junto a la ventana. En eso se acerca Manuel Gutiérrez, su fantasma, y me pide permiso para sentarse, inesperadamente sobrio. –Bueno- le dije y al instante se puso a contar cosas de su pasado mientras yo me distraía mirando el afuera. Tras un silencio me disparó la idea de que sólo yo podría liberarlo de su condena fantasmal. El asunto que lo mantenía en esa fase tenía solución y esa oportunidad estaba en mis manos. Se trataba de un robo que le llevó mucho tiempo pergeñar y que no logró concretar porque una semana antes del atraco lo asesinaron en un ajuste de cuentas. En el tiempo transcurrido desde su muerte, Manuel continuó planeando el atraco pero para concretarlo y así liberarse de su sufrimiento se necesitaba a un grupo de personas. Yo era la elegida para reunir al grupo que incluiría a la Clota, al predicador, a Carlos García, a Wenceslao Bunge, a Hugo, el dinamarqués y Franco, por supuesto con Moncho.
El fantasma de Gutiérrez siguió trabajando en los detalles. En otros tiempos, más allá de su anterior vida terrenal, la ciudad había sido una especie de Fuerte que servía para la conquista de estas tierras sólo pobladas por indios rebeldes. De aquella época quedaron olvidados una serie de túneles que comunicaban a la Iglesia con la Municipalidad, con el cuartel de Policía y con el Banco Central. La cuestión es que ya nadie lo recordaba y eso era fundamental.
Aún con la emoción que provocaron las visiones y augurios de la Clota me dedique entusiasmada a convencer a los integrantes del grupo. Los primeros fueron Wenceslao y Hugo quienes por su oficio aceptaron al instante. Franco comenzó a hablar y a discutir con la media hasta que por fin ambos aceptaron. El dinamarqués, a quien sólo le interesaba que Gutiérrez descansara en paz y lejos del bar, se nos unió inmediatamente. Al predicador no se lo propuse, directamente lo amenacé con delatar su pasada relación con los nazis entrados clandestinamente al país, además de conocer que nunca hubiera estado en monasterio alguno. Esta información, que sólo un travesti puede tener, lo convirtió en uno más del grupo. Carlos “el coreano” se puso tan contento que aceptó como si lo hubiera estado esperando toda su vida.
El único riesgo o acaso una molestia era el subcomisario Pancho ya que con su locura podría depararnos algún inconveniente. Pancho o Reinaldo Camacho, tal su verdadero nombre, era tan obeso como inútil. El puesto se lo debía al Intendente de la ciudad que estaba casado con su hermana. Pancho tenía la costumbre casi enfermiza de ver películas de espías. Todas las tardes después del bar y antes de entrar al servicio, miraba no menos de dos películas en el cine de la Biblioteca. Al salir era inevitable que se sintiese el protagonista de alguno de los filmes, de tal forma que siempre tenía una cara diferente. Con gestos extraños, estaba al acecho de algún sospechoso que sólo existía en su afiebrada mente. Era común verlo agachado detrás de alguna pared como esperando el momento de atrapar al terrible malhechor que lo volviera famoso. En realidad, nunca sucedía nada y Pancho sólo estaba cada día más obeso y paranoico.
Estando todos avisados comenzaron las reuniones en el bar. Se ajustaron detalles y todos opinaron hasta que se puso fecha definitiva para el atraco.
Siempre con la mirada de Pancho sobre nuestras espaldas llegó el día previsto. Junte mis ahorros, los de Wenceslao y de Hugo y los tres nos fuimos al banco. Pedimos hablar con el gerente. Aunque un travesti y dos reconocidos ladrones queriendo realizar un depósito no parecía una situación para tomar en serio, fuimos efectivamente atendidos. Pedimos ver las cajas de seguridad y verificar si reunían las condiciones para dejar allí nuestro dinero.
Mientras tanto, Reinaldo en el bar miraba hacia todos lados y no avistaba a ninguno de sus sospechosos preferidos. Intrigado e insatisfecho y sin que nadie lo viese pasó por detrás del mostrador y se coló hasta la habitación del dinamarqués. En la pieza, sólo había una mesa pequeña y destartalada con unos mapas sobre ella. El gordo alcanzó a ver que se trataba de un plano del banco con una fecha garabateada en el margen. Eso le bastó para correr al salón del bar, confirmar que faltaban varios de los parroquianos acostumbrados, incluyendo el mismo dinamarqués. Su delirante imaginación especuló sin más trámite lo que estaba ocurriendo. Llamó a un grupo de policías y marcharon al banco. Presurosos, pidieron ver al gerente que en ese momento estaba mostrando la bóveda a unos nuevos clientes.
Mientras esto sucedía, en el otro extremo de la ciudad el dinamarqués y el resto del grupo se movilizaba por los túneles desde la Parroquia hasta el subsuelo de la Municipalidad. La Clota se ocupó de dejarles apagada la alarma de la bóveda común y por allí ingresaron. Se cargaron dos bolsos cada uno y al retirarse la alarma quedó activada nuevamente.
En el banco la cosa se había puesto difícil. Al salir de la bóveda, Reinaldo y el grupo de policías nos esperaban apuntando con sus armas. Inmediatamente Pancho comprendió el error y trató de disimularlo aduciendo un malentendido. Finalmente se retiraron con vergüenza y con mayores sospechas.
En el sótano de la Iglesia nos encontramos. EL predicador nos reunió para definir los pasos a seguir. Pero los planes eran otros. Nos apunto con un arma que tenía escondida debajo de un banco de carpintería, nos arrebató el oro alegando que era de su propiedad ya que ese fue el pago que le hicieron los nazis, quienes al igual que él, llegaban escapando de la guerra. Nos dijo que ese oro tendría por destino la reorganización del partido.
Allí no terminaron las sorpresas. Otro que estaba armado era el ventrílocuo quien resultó ser un ex agente del Servicio de Inteligencia. Nos confeso que tras comprobar sus jefes que la investigación sobre el oro no avanzaba fue suspendido, no obstante él siguió operando de forma encubierta. Los dos se trenzaron en un forcejeo que derivó en balacera y terminó con ambos en el suelo, muertos y la Clota con graves heridas. Luego de agonizar unos minutos y siendo en vano mis esfuerzos por mantenerla consciente, también murió. Aprovechando la confusión, el dinamarqués desapareció misteriosamente. Quedábamos Wenceslao, Hugo y yo. El silencio que imperaba no tenía comparación. Nos mirábamos unos a otros con desconfianza hasta que alguien sugirió repartir el oro en partes iguales y escapar antes de ser descubiertos por la policía. Decidimos separarnos, Wenceslao y Hugo partieron juntos al Uruguay. Traté de imaginar mi huida pero como en ningún momento pensé que esto podría pasar mis ideas eran mínimas. Tome del suelo los bolsos que me correspondían, miré el cuerpo de la Clota, de la única amiga verdadera que había tenido y con lágrimas en los ojos abandoné el lugar. Partí hacia la estación de trenes, se me ocurrió no sé por qué razón que ese medio sería confiable y seguro para escapar de la ciudad. Al pisar el andén, el olor de las plantas de tilo florecidas en diciembre, me trajo recuerdos navideños de tiempos en que aún mi madre vivía y se juntaban las chicas del cabaret, los muchachos, traían música y todos bailábamos hasta el amanecer. Me pareció haber suspirado.
En el interior del tren alguien me dijo: -¿Quiere que la ayude con los bolsos? dijo
- A mi lado un hombre robusto, morocho, de unos 65 años me observaba. Se los entregué despreocupada como si se tratará de mis cosméticos. El hombre sintió el peso, sonrió y me preguntó si llevaba el cadáver de mi marido ahí dentro. Luego los depósito en el valijero. El destino, que de la misma manera mata con una bala perdida a tu mejor amiga, pone a un atractivo marinero como compañero de asiento en un viaje de día y medio en pleno desierto pampeano. El hombre era agradable, de vinculación fácil. Había sido capitán de Marina hasta recibir la baja que no especifico a que se debió. Más allá de algunas dudas, su conversación me relajó tanto que me quedé dormida por algunas horas. Al amanecer Abelardo Ruth, así se llamaba, me despertó con el desayuno. Con una sonrisa me miró y dijo:
- Si quieres puedes seguir durmiendo-
- No- respondí- está bien, ya dormí suficiente.
- Traje el diario...
- Shiselle- le dije- me llamo Shiselle.
Me ofreció el diario y cuando leí los titulares casi sufro un ataque, una foto del dinamarqués acompañada del siguiente texto “Un arrepentido confiesa haber sido integrante de la banda que robó el oro de la Municipalidad y testigo de los crímenes ocurridos en la Capilla de la ciudad de Tansilud” (Ampliaremos Pág. 3).
Cuando levanté la vista constaté que Abelardo tenía su mirada puesta en mí. Le pedí disculpas y me dirigí a la confitería del tren para así leer los detalles. El dinamarqués había dado la descripción de tres de los implicados, es decir de Wenceslao, Hugo y yo.
El tren iba hasta Chile, el problema era que aún quedaba una parada que sería muy peligrosa. Retorné a mi asiento y al cabo de hora y media el tren se detuvo en un pueblo de nombre San Fermín. Por la ventanilla veo a un grupo de militares armados pertenecientes a la patrulla de frontera quienes ingresaron al tren pidiendo documentos a los viajeros. El pánico me enmudeció, pensé que me daría un ataque. El oficial se dirigió a nosotros y entonces Abelardo me dijo con tono familiar:
- Dale los documentos al oficial, mi amor... Ah! Ya sé... te quedaron en la maleta.
- Sí – respondí, sin poder decir otra cosa.
- ¿Es su esposa? –preguntó el oficial.
- Por supuesto –contestó Abelardo- ¿hay algún inconveniente?
- No señor y mucho menos con la esposa de un ex capitán de marina.
Más tarde comprendí la reacción del oficial ya que el documento de Abelardo debería detallar su foja de servicio. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué salvaría mi vida? Seguramente lo sabría pronto.
Una vez en camino, Abelardo se decidió a hablar.
- Yo también leí el diario y a juzgar por el peso de tus bolsos... además tu cara frente a la portada del diario...
- Pero ¿cuál es la razón para que me ayudes?- le pregunte.
- Por el oro. Mira, tengo un amigo en Bogotá que compra este tipo de cosas, seguramente nos hará un buen precio por él.
En ese instante sospeché el motivo por el cual fue alejado de la Marina. Se había convertido en contrabandista.
L a única suerte de ser travesti es que casi nadie conoce tu verdadero nombre. Para pasar la frontera simplemente recogí mi cabellera, quité el maquillaje del rostro y mostré mis documentos. Al mediodía nos encontrábamos en Santiago de Chile. Le pedí a Abelardo que me llevara a un hotel para descansar, comer algo y planear lo que sería el camino hacia Bogotá. Tomamos una calle lateral a la Estación y a pocos metros encontramos un hotel que elegimos por su apariencia sencilla, ya que el único efectivo que teníamos era el de Abelardo. Al pedir la habitación, éste parecía dudar pero al final pidió una con cama matrimonial. Se me iluminaron los ojos por la emoción. Hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre en una habitación de hotel. Al encender la televisión vi mi cara en la pantalla, con mi verdadero nombre y apellido. Habían atrapado a Wenceslao y a Hugo en el ferry llegando a Uruguay y estaban tras mis pasos. Abelardo me miró fijo y luego dijo que nos encontrábamos en un tremendo aprieto. Esa era la TV chilena por lo tanto ya no sólo me buscaba Camacho sino también la INTERPOL. Los bolsos con el oro descansaban bajo la cama. Estuve encerrada todo el día para evitar que alguien me reconociera. Abelardo me trajo el almuerzo a la habitación, luego la merienda y más tarde la cena.
- A mitad de la noche nos largamos -dijo- tendremos que empeñar un poco del oro para seguir viajando.
Llegada la hora me puse un pañuelo en la cabeza y salimos. Teníamos que deshacernos del oro para viajar livianos y no levantar sospechas, así fue que decidimos enviarlo por tren hasta un pueblo cercano a Bogotá llamado Tres Cruces. El tren tardaría tres días en llegar, nosotros debíamos hacerlo antes por la carretera para recogerlo. Después de dejar los bolsos fuimos a una casa de empeño.
- Quédate afuera –me dijo Abelardo.
El trámite le llevó más de media hora. Me disponía a entrar cuando al fin salió.
- Tenemos que ir al bar de un tal “Macarrón”.
Se trataba de un bodegón que quedaba muy cerca del puerto. Abelardo se acercó a la barra y pidió hablar con el sujeto. Resultó ser un hombre de tez oscura, baja estatura que al moverse demostraba estar rengo de una pierna. Le dijo que estaba ocupado, que lo atendería en un momento. Alguien que oficiaba de mozo nos sirvió una cerveza. Al rato nos dijo que el señor Macarrón nos esperaba en su oficina, quedaba en la parte trasera del bar cruzando a través de un pasillo oscuro y sucio donde descansaban redes de pesca sobre las paredes. Llegamos hasta una puerta, Alguien desde adentro nos abrió e ingresamos y una vez allí comencé a sentir escalofríos como ese lugar fuese una catacumba.
- Buenas noches, soy Macarrón, mucho gusto- dijo y continuó- entiendo que me buscan, quisiera saber por qué.
Abelardo se dispuso a explicarle mientras yo divagaba, me venían a la mente extraños pensamientos. Ese lugar era tan oscuro y este personaje tan educado y servicial no me convencía. Abelardo no terminó de hablar cuando Macarrón lo interrumpió.
- ¿Dónde está el resto del oro?
- ¿Cómo? –preguntó Abelardo.
- Sí, el resto del oro. Usted trajo un trozo de lingote para vender es obvio que tiene más. Con el dinero que yo le puedo dar usted irá más al norte donde le resultará más fácil venderlo y hasta obtendrá un mejor precio.
Abelardo comenzó a echarse para atrás en su silla. Vi que Macarrón abría un cajón y que sobre la mesa había una pequeña espada de esas que se usan para abrir cartas. Cuando Macarrón metió la mano en el cajón alcancé a agarrar la espadita y se la clavé en la mano. Abelardo saltó sobre él quitándole el arma y abrió fuego. En segundos tomamos el dinero que había en el cajón y por una puerta del costado salimos a un callejón que daba a la avenida principal del puerto. Vimos que pasaba un colectivo de línea y lo tomamos. Abelardo estaba muy tenso y me miró de manera tan siniestra que me asustó.
- ¡Todo es culpa tuya!- dijo- Pero bueno tengo algo de dinero, con esto puedo alquilar un coche, llegar a tiempo a Tres Cruces y retirar el oro. Ya no te necesito, entiendes lo que significa eso, ¿no?
Los ojos se me llenaron de lágrimas, él comenzó a reír.
- No habrás creído que iba a compartir el oro con vos, con alguien que ni siquiera es una verdadera mujer sino un degenerado disfrazado de mujer, seguro hasta pensaste que te tenía algún aprecio.
- Por favor no me hablés así- le pedí.
Comencé a sentir furia y un sentimiento de odio tan grande que en un momento y casi sin darme cuenta me encontraba sobre él dándole golpes entre las piernas y el rostro. Le pasé por encima y corrí hacia la puerta del colectivo, salté al pavimento y observé como éste se alejaba hasta que le perdía el rastro. Tenía que pensar rápido, no iba a permitir que el desgraciado robara mi oro, el oro por el cual mi mejor amiga había dado su vida. Avanzaba por una zona de escasa luz, sólo iluminada por unas pocas farolas en el medio de la calle. Sabía que en la situación en que me encontraba debía actuar pronto porque de otra manera la policía daría conmigo. Lo que estaba viviendo parecía una película y lo más extraño era que me gustaba, como si correr peligro por una gran recompensa fuera lo que siempre había esperado. Mi anterior vida era tan aburrida, cada día igual al anterior, sin desafíos, conviviendo con la soledad que viene muy de adentro. La sensación de vivir en riesgo le da valor a lo simple y en lugar de encontrarme aterrada solo pensaba en la forma de recuperar el oro. El miedo se transformó en seguridad y empecé a ver las cosas con claridad. Lo primero que debía hacer era obtener algún dinero para el viaje a Tres Cruces.
De pronto estacionó un automóvil y bajó un hombre, seguido por quien tal vez fuera su mujer, discutiendo a gritos. No me dejaban pensar. Cuando la discusión se puso peor y se fueron alejando del coche vi la oportunidad y me escurrí como una serpiente hacia el interior. Las llaves estaban puestas así que no tuve más que encender el motor y acelerar a fondo. A unas pocas cuadras de allí se encontraba la ruta y tras consultar con unos viajeros me puse en camino. El tanque de combustible estaba casi lleno, la ruta desierta y me entretenía ver pasar los kilómetros. El paisaje era desolador y el calor me ahogaba, por momentos se me nublaba la vista. Comencé a sentirme mal. Vi al costado del camino a una mujer que me resultó conocida pero debido a la velocidad que llevaba no alcancé a identificar. Unos kilómetros más adelante, la misma mujer al costado del camino y ahora sí reconocí su cara. Era la Clota o mejor dicho, su fantasma.
Detuve el auto como pude, sentía arder mi frente por la fiebre. Quizás lo que veía era una alucinación. Así pensé, pero al acercarme y comunicarme con ella constaté que lo que estaba pasando era real. Subió al coche y estando yo a punto de perder el conocimiento, junté las últimas fuerzas y conduje hasta un pequeño puente. Ahí nos detuvimos. Me ayudó a bajar y caminamos por el desierto. Arrastraba mis piernas y la Clota me miraba. Me pidió que confiara en ella y luego de avanzar unos metros alcance a ver una cabaña hecha de troncos. Seguía pensando que todo formaba parte de la misma alucinación. Al llegar nos agasajó una anciana ciega quien toma mis manos como un gesto de protección. Comencé a llorar como no recuerdo haberlo hecho en mi vida. Me abrazaba y sus brazos transmitían algo muy especial, era como la suma de varios abrazos, el de mi madre, el de la Clota y hasta tal vez el de mi padre al que jamás conocí y a quién necesité en varias oportunidades. Me transmitió el amor del que careció casi toda mi vida y entonces recién ahí me quedé dormida. Al despertar me sentí recompuesta, la fiebre se había ido y lo más importante no sentía esa soledad que me acompañó incansablemente durante tanto tiempo. Mire a mí alrededor y no vi a nadie, ni a la anciana ni a la Clota. Regresé al coche para continuar mi viaje, en soledad pero acompañada por una agradable sensación. Podría ser un sentimiento de fe o esperanza, de esos que aparecen en tu vida sin motivo aparente pero que sirven para dejar de sentir miedo y ansiedad. Me sentía libre, con esa libertad que proviene de perderle el respeto a la existencia, a las razones para estar vivo. Lo único real era el calor del sol en el desierto, el peligro que acechaba, la soledad que no duele como en la ciudad. La escasa gasolina me volvió a la realidad. No tenía dinero y debía descansar. Pase la noche dentro del vehículo, escondido entre unos arbustos. Busque en la guantera y encontré un mapa que me ayudó a encontrar el rumbo, afortunadamente estaba cerca de tres Cruces, pero tenía que atravesar el río Chimay que hace de límite natural entre países. El puente bordea la ciudad de Temul, el último pueblo que me separaba del oro. El lugar estaba lleno de policías y eso debido a que constituye el único paso para traficar drogas hacia Estados Unidos de América. Sentí pánico de que me reconocieran, pero también un coraje inconsciente. Avanzaba y unos metros antes del puente el auto se detiene, el combustible se había agotado. Al otro extremo se encontraba el puesto de la policía caminera de Temul. Levanté la capota y mientras revisaba inútilmente el cableado divisé una camioneta que ocupaban tres hombres de aspecto desagradable, parecían bolivianos. Al verme se detuvieron, dos de ellos bajaron y se acercaron despertándome temor e inseguridad. El que conducía bajó la ventanilla y me ordenó que subiera a la camioneta. Me negué de inmediato. El chofer me mostró una pistola y me dijo que sería más fácil pasar la frontera con una señorita. Subí y me senté cerca pero me ordenó -¡más cerca, la quiero pegada a mí y si hace un solo movimiento la mato! Mi suerte tenía estos matices, cuando estaba pésimo llegaba algo peor. Ahora me tocaba toparme con traficantes. Acercándonos al puesto me abrazó y a escasa velocidad avanzamos bajo amenaza de no decir nada, y yo de todos modos no tenía nada que decir, y mucho menos a la policía. Se bajó y se dirigió al oficial a quien le mostraba unos papeles. Le entregó una suma de dinero que no alcancé a descifrar a lo que el oficial respondía moviendo negativamente la cabeza. Comenzaron a levantar la voz y de la parte trasera de la camioneta empiezan los disparos. Del puesto salen uniformados a responder la agresión. Me agachó hasta que los disparos ceden. Tomo el volante y acelero atropellando todo lo que estaba a mi paso. Por los gritos constato que el otro delincuente continuaba en la caja de la camioneta y que estaba herido. En el pueblo, el vehículo doblaba para un lado y para otro sin control. El mal viviente golpeaba de lado a lado de la caja. Me asomé y vi que estaba sufriendo. En una maniobra doblamos tan bruscamente que la camioneta volcó. El peruano que estaba en la caja yacía sobre el asfalto sonriendo y gritando -¡por fin chocamos!
De repente un oficial me apunta con su ametralladora y me pide que baje lentamente. Quedaría detenida por sospecha de tráfico de estupefacientes y para averiguación de antecedentes. Me trasladaron a la comisaría, me tomaron los datos y me llevaron a un calabozo. Ahí se encontraban los representantes de la mayor miseria humana, entre ellos un indio que se había escapado de la cárcel donde purgaba una condena perpetua por homicidio agravado por violación. Del resto se traslucía que no tenían autonomía sino que respondían a los caprichos del indio. La iluminación era mínima. Seguían ingresando delincuentes y otros se retiraban. Al rato de estar ahí alguien me toma del brazo y murmura –hace mucho tiempo que no estoy con una mujer o esto que es parecido. Sabía que era el indio. Quizás las mujeres tengamos fantasías del estilo pero esto era diferente. El indio me miraba y sus manos parecían no tener control. Recordé la cara de Abelardo, ese marino mal nacido y cuando encontré el brazo que me lastimaba lo mordí con todas mis fuerzas hasta hacerlo sangrar. Los gritos despertaron a los que dormían pero nadie intervino. Detrás de mí un hombre vestido de manera extraña, era una especie de traje color beige y corbata a rayas.
- ¡Inglés!- dijo el indio- ¡tanto tiempo!
- Si, mucho y esperemos que sea más. Aléjate de esa mujer... señorita, siéntese junto a mí. Este es un lugar peligroso.
Nos quedamos conversando durante toda la noche y me contó historias muy interesantes. Entre las cosas que había hecho se contaban la de falsificador de documentos, de dinero, duplicador de obras de arte, entre otras.
Por la mañana se presenta un oficial y me conduce por un pasillo hasta una reducida oficina. Al ingresar veo a la persona que jamás pensé volver a encontrar, el mismísimo Subcomisario de Tandilud, Pancho Camacho.
- Hola Shiselle, siéntate por favor, no tenemos mucho tiempo así que te pondré al tanto de tu situación. Estoy informado de lo que sucedió con tu nuevo socio en el puerto de Santiago. Sé que al oro lo mandaste por tren pero me falta saber a que lugar. Mi propuesta es esta, yo te saco de acá a cambio del cincuenta por ciento del dinero que obtengas cuando llegues a Bogotá.
- Pancho me tomas por sorpresa, pero veo que no tengo muchas alternativas. Arreglemos pero con una condición. Necesito un favor, hay alguien aquí que está demorado a la espera de que paguen su fianza, le dicen el inglés...
- No –dijo Camacho- he oído hablar de él y no es ningún bebé.
- ¡Por favor! Me ayudó aquí. Además creo que nos puede ser útil.
- Está bien, veré que puedo hacer.
Otra vez en camino, el inglés nos dice que conoce la ruta al pie de la letra.
- Hicieron bien en traerme con ustedes.
- ¡No! -dijo Camacho- vos té quedas en el próximo pueblo.
- Como ustedes digan, pero creo que quizás necesiten de mis habilidades como falsificador.
- Es verdad -le dije a Camacho- es útil en este momento. Si nos ayudas, tendrás tu parte al llegar a destino.
Camacho estaba irritado pero sabía que lo necesitábamos.
- ¿Por qué te encerraron? - le pregunto – escuché que eres muy hábil.
- La verdad es que todos tenemos una debilidad, un lado que no queremos mostrar ni ver. Hay gente que tiene problemas con el sexo, otros sueñan con el éxito. Yo adoro la cocaína... es mi debilidad, me gusta con la merienda, en el desayuno, después de almorzar y cenar. Pero me resulta fundamental a la hora de tener sexo... y sin sexo no hay vida.
Cuando el ingles termino de contar acerca de su vicio pidió pasar por una quinta que estaba cerca y que era de su propiedad. Era amplia, muy lujosa y estaba al pie de una sierra. En el fondo tenia una pileta rodeada de árboles y plantas. Luego de recorrerla pasamos al sótano donde estaba el taller, revolvió unos papeles y saco unas libretas que deduje eran pasaportes.
- Solo faltan las fotos y los sellados –nos dijo.
Mientras hacía el trabajo, me tire en una mecedora al lado de la pileta. Logré tener la mente en blanco, mis piernas se empezaban a relajar hasta que un pensamiento, como un relámpago, me trajo a la realidad. Teníamos sólo cuarenta y ocho horas para llegar a Tres Cruces. Existe un lugar, un paraje desértico, de nombre Livia, donde se dejan el correo y alimentos para unos pocos parroquianos que aun viven allí. Recordé que Abelardo sabía de la existencia del lugar y que siendo hábil nos llevaría una excesiva ventaja. No podríamos llegar a tiempo para detenerlo. Rápidamente regreso a la oficina y les cuento al inglés y a Camacho. Entonces el ingles me mira y dice - la única manera de llegar es volando y yo sé quien nos puede ayudar.
Terminó con los pasaportes y en un pequeño jeep como los de la segunda guerra que sacó del garaje nos dirigimos a lo del “Búho”. Era un sujeto quien además de ser miope era bizco, lo que le lograba un rostro altamente gracioso, había trabajado de fumigador. Le explicamos que era imperioso llegar a Livia en un par de horas. Dijo que no había problemas, eso sí sería costoso. En pocos minutos vimos el planeador que parecía sacado de un museo. Más tarde me entere que el “Búho” había dejado de trabajar hacia aproximadamente treinta años y que no volaba desde ese tiempo. Empezamos a cargar las pocas pertenencias que llevábamos. Voy a avisarle al ingles que ya estábamos en al avión y para mi sorpresa, aunque no fue tanta, el ingles tenia sumergida su nariz dentro de una bolsa de cocaína. Me mira y sonríe - tengo algo de miedo a volar, pero ya se me esta pasando. El desierto, desde el aire, parecía una fotografía. Teníamos muy poco tiempo y el precario avión no estaba en condiciones de volar a más velocidad. Los primeros cuarenta y cinco minutos se llenaron de una charla aburrida sobre películas de westerns entre Camacho y el ingles quien también sentía una gran atracción por el cine. Más tarde, el viaje se torno tenso, se veían las vías del tren y el ingles que no paraba de hablar. Hasta Camacho estaba pálido. El piloto nos miraba por un pequeño espejo que tenia cerca de su cara.
– Estamos llegando a Livia - dijo.
Después de un aterrizaje con mucha suerte, tome un bolso donde estaba la documentación y un arma que había encontrado en la quinta. El calor era abrasador, la ansiedad de ver el oro y el miedo de encontrar a Abelardo aumentaban. Fuimos caminando hacia lo que parecía ser la estación de trenes. Allí esperamos. Todos estaban advertidos sobre Abelardo y por eso mirábamos permanentemente alrededor. A lo lejos empezó a distinguirse el tren que se acercaba, la tensión, nuestra tensión era total. Al detenerse, me acerque al maletero y le expliqué que debía retirar unos bolsos. El guarda me pidió documentos que observó con detenimiento. Afirmó con la cabeza y giró para tomar los bolsos. Al bajarlos siento una explosión y como si me mordieran una parte del trasero. Desde adentro del tren nos estaban disparando. Empiezo a correr y distingo entre la polvareda que “Búho” y Camacho se encontraban en el suelo. No podía mas, mi pierna estaba perdiendo sangre, caigo al suelo y veo que maletero estaba ileso. Abelardo seguía disparando. Entonces aparece el ingles con la nariz blanca y una ametralladora en la mano disparando sin control. Una de las balas despedidas consigue matar a Abelardo y al maletero mientras intentaba huir pero en su locura mata al maquinista, a uno que otro de los pasajeros, a una moza y a dos “caras chatas” que bajaron a orinar. Levante la cabeza cuando cesaron los tiros. Con un enorme esfuerzo me acerque a Camacho que agonizaba y se reía no sé por que razón, quizás era protagonista de una película, esta vez. A su lado el “Búho” yacía en el suelo rematado por todas las balas que se habían disparado. Al girar observo que el ingles cargaba los bolsos y corría a toda velocidad gritándome que le ayudara y lo siguiera hasta el avión.
- Es la única forma de salir de aquí – dijo- El tren esta lleno de testigos de la matanza.
Una vez adentro me indicó que me agarrara con fuerza ya que el despegue sería violento e inseguro. Del motor se desprendían ruidos y humo, daba la sensación de tener piezas sueltas. Me encontré pensando que por milagro estábamos volando. El ingles reía, de repente se pone serio.
- Debemos regresar cariño, me olvide la coca.
- ¡No! –dije.
Y entonces su carcajada
- Era un chiste.
Cruzamos la frontera. No tuvimos mayores problemas para vender el oro. El ingles tomo su parte y se marcho. Cada tanto tengo noticias de él y me cuenta que es un pintor famoso.
Yo me instale en la costa centroamericana y luego de operación en el muslo para extraer la bala aproveche para operarme los senos, hacerme una lipoaspiración y un trasero que se dice es el más elegantes de toda la costa del pacifico. En mi casa de la playa funciona un enorme salón de belleza al que asisten clientes de todo el mundo.
Durante las noches de luna llena camino por la playa y parece que me acompañaran fantasmas... bueno no parece están allí y no necesito contarles quienes son.
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