ROBERTO VITTORINO
Roberto Vittorino había participado en dos guerras. Con 68 años, demasiado pasado y la pérdida de su único hijo en una de ellas, se había convertido en un silencioso y sereno ser. Cobraba jubilaciones como ex combatiente y visitador médico.
Su vida transcurría en el fondo de su casa, en el jardín de invierno, y en compañía de Angélica, su mujer. La pobre estaba enferma se perdía por la casa y rara vez lo reconocía. Generalmente lo confundía con los amantes que había tenido mientras Roberto se encontraba fuera. Muchos creían que le tenia el mismo cariño que a “Tito”, su perro, o un poco menos. Él siempre estaba asistiéndola, pero en cada espacio de tiempo que tenia se escabullía al galpón vidriado donde un espectáculo de flores y plantas se esparcían ordenadamente por el lugar. Roberto tenia rosas premiadas en todo el país y concursaban en el exterior.
También una plantación de bonsái. Ese era su pasatiempo y orgullo personal.
Sus amigos ya no vivían. Sentía como muchos que Dios había regado de hastío y soledad su vida. Tenía unos ojos fríos y lúcidos que se encastraban en un rostro sin gestos, como sin vida.
Las visitas eran casi nulas. Quienes de vez en cuando aparecían eran el hermano de Angélica con su hijo Jorgito, a quien Roberto describía como un mocoso malcriado. En una de esas visitas, por culpa del rapaz y ante el descuido de sus mayores una de las orquídeas casi pierde los pétalos de primavera. Roberto le prohibió volver a acercarse.
Las mañanas eran de café y charlas, primero con las rosas luego con los bonsái. Mas tarde realizaba una recorrida por sus favoritas, las rosas blancas y los jazmines. Les contaba cómo había amanecido el día, si hacía mucho calor, cómo se encontraba Angélica y la nueva movida en su partida de ajedrez que ya llevaba dos años, el progreso de la botánica en Europa, etc.
Tenía su propia formula en la preparación del abono que era una receta única, sólo por él conocida. Había inventado una maquina que lo trituraba y expandía ordenadamente.
Al llegar el mediodía preparaba el almuerzo para Angélica, se tiraba a descansar para luego disfrutar de la caída del sol junto a sus creaciones.
De esa manera transcurrían los días. En invierno dejando entrar el sol, en verano cubriendo los retoños, podando en las mañanas de primavera y abonando en las noches.
Angélica ni empeoraba ni mejoraba. Roberto nunca dejó de amarla. Por las mañanas le convidaba un beso en cada uno de sus hombros. Y en abril, como cada año le horneaba galletas dulces que luego compartían para el festejo de su cumpleaños. Sólo que este año fue diferente, recibieron la inesperada visita de Jorgito y su padre. Dado que nunca antes recordaban el cumpleaños de ella y menos aun se allegaban, los vio ingresar y le vino a la mente que estarían al calor de la herencia familiar que Angélica les dejaría a su muerte. Roberto los invito a pasar y les ofreció galletas recién retiraba del horno. Roberto les preparo té y prometio que luego del festejo tendrían un recorrido por el invernadero.
Así fue. Luego de la merienda, el sol en el crepúsculo apenas los alumbraba y con el apetito saciado, se retiraron a disfrutar del espectáculo floral. Jorgito estaba tan excitado, no podía creer que se encontraba en el lugar sagrado de su tío, en el paraíso. Roberto caminaba lento como flotando entre los canteros. Su mirada certera y la sonrisa como una trampa de dientes, sin llamar la atención, amable como claramente nunca fue. Su respiración fue aumentando lentamente pero en ningún momento se agitó, ni siquiera cuando tomó a Ramiro de los pies y lo arrojo a la maquina trituradora, luego de matar a su padre con el pico de puntear.
En setiembre de este año Roberto ganó el primer premio en cultivo de jazmín y una mención especial en rosas. El jurado le pidió unas palabras. Humildemente y en voz baja dijo:
- El secreto, quizás, sea el abono.
Su vida transcurría en el fondo de su casa, en el jardín de invierno, y en compañía de Angélica, su mujer. La pobre estaba enferma se perdía por la casa y rara vez lo reconocía. Generalmente lo confundía con los amantes que había tenido mientras Roberto se encontraba fuera. Muchos creían que le tenia el mismo cariño que a “Tito”, su perro, o un poco menos. Él siempre estaba asistiéndola, pero en cada espacio de tiempo que tenia se escabullía al galpón vidriado donde un espectáculo de flores y plantas se esparcían ordenadamente por el lugar. Roberto tenia rosas premiadas en todo el país y concursaban en el exterior.
También una plantación de bonsái. Ese era su pasatiempo y orgullo personal.
Sus amigos ya no vivían. Sentía como muchos que Dios había regado de hastío y soledad su vida. Tenía unos ojos fríos y lúcidos que se encastraban en un rostro sin gestos, como sin vida.
Las visitas eran casi nulas. Quienes de vez en cuando aparecían eran el hermano de Angélica con su hijo Jorgito, a quien Roberto describía como un mocoso malcriado. En una de esas visitas, por culpa del rapaz y ante el descuido de sus mayores una de las orquídeas casi pierde los pétalos de primavera. Roberto le prohibió volver a acercarse.
Las mañanas eran de café y charlas, primero con las rosas luego con los bonsái. Mas tarde realizaba una recorrida por sus favoritas, las rosas blancas y los jazmines. Les contaba cómo había amanecido el día, si hacía mucho calor, cómo se encontraba Angélica y la nueva movida en su partida de ajedrez que ya llevaba dos años, el progreso de la botánica en Europa, etc.
Tenía su propia formula en la preparación del abono que era una receta única, sólo por él conocida. Había inventado una maquina que lo trituraba y expandía ordenadamente.
Al llegar el mediodía preparaba el almuerzo para Angélica, se tiraba a descansar para luego disfrutar de la caída del sol junto a sus creaciones.
De esa manera transcurrían los días. En invierno dejando entrar el sol, en verano cubriendo los retoños, podando en las mañanas de primavera y abonando en las noches.
Angélica ni empeoraba ni mejoraba. Roberto nunca dejó de amarla. Por las mañanas le convidaba un beso en cada uno de sus hombros. Y en abril, como cada año le horneaba galletas dulces que luego compartían para el festejo de su cumpleaños. Sólo que este año fue diferente, recibieron la inesperada visita de Jorgito y su padre. Dado que nunca antes recordaban el cumpleaños de ella y menos aun se allegaban, los vio ingresar y le vino a la mente que estarían al calor de la herencia familiar que Angélica les dejaría a su muerte. Roberto los invito a pasar y les ofreció galletas recién retiraba del horno. Roberto les preparo té y prometio que luego del festejo tendrían un recorrido por el invernadero.
Así fue. Luego de la merienda, el sol en el crepúsculo apenas los alumbraba y con el apetito saciado, se retiraron a disfrutar del espectáculo floral. Jorgito estaba tan excitado, no podía creer que se encontraba en el lugar sagrado de su tío, en el paraíso. Roberto caminaba lento como flotando entre los canteros. Su mirada certera y la sonrisa como una trampa de dientes, sin llamar la atención, amable como claramente nunca fue. Su respiración fue aumentando lentamente pero en ningún momento se agitó, ni siquiera cuando tomó a Ramiro de los pies y lo arrojo a la maquina trituradora, luego de matar a su padre con el pico de puntear.
En setiembre de este año Roberto ganó el primer premio en cultivo de jazmín y una mención especial en rosas. El jurado le pidió unas palabras. Humildemente y en voz baja dijo:
- El secreto, quizás, sea el abono.
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